Rutas Simbólicas por la Historia y la Geografía de España

Rutas Simbólicas por la Historia y la Geografía de España

PRESENTACIÓN

Rutas Simbólicas. Viajes por la Historia y la Geografía, nace como un proyecto largamente madurado y al calor de las conversaciones que al respecto hemos mantenido durante los últimos años con Federico González Frías, nuestro guía intelectual; y nace justamente con la voluntad de dar a conocer también una visión de la realidad histórica de España insertada dentro de la Historia Universal, y... (sigue lectura en nuestra PRESENTACIÓN)


miércoles, 15 de julio de 2015

El Castillo Ducal de Frías y el Señorío de Montemayor. Su simbolismo, mitos fundadores e historia. 4.

EL CONTEXTO HISTÓRICO DE ULIA DURANTE LA CRISTIANIZACIÓN DE LA BÉTICA ROMANA

Tras la desaparición de Roma, la ciudad de Ulia (actual Montemayor) entra en decadencia y con el tiempo tan sólo quedarán ruinas de ella. Sin embargo, persistirán en la memoria de ese lugar unas simientes sutiles que brotarán de nuevo cuando quienes vuelvan a habitar el lugar se consideren de alguna manera herederos de Roma y su civilización, la cual dio las señas de identidad a una tierra que conoció con ella su mayor esplendor cultural, recogido en parte por el reino cristiano de los visigodos, los más romanizados y cultos de los pueblos germánicos,[1] sin olvidarnos de la presencia, aunque por breve período de tiempo, del Imperio bizantino en la franja suroriental de la península, siendo sus ciudades principales Córdoba y Cartagena.

A pesar de las apariencias y de un tópico muy generalizado debido a una lectura algo superficial de la Historia de España, la huella dejada por Roma en Andalucía (y por extensión en el resto de la península ibérica, incluido Portugal, que ocupa actualmente gran parte de la antigua Lusitania) es más profunda que la dejada por la civilización islámica, y esto por distintos motivos, entre ellos la total implantación del Imperio romano en todos los territorios de Hispania (cosa que no ocurrió durante el dominio musulmán), acompañada de una paulatina romanización de sus habitantes, que no se vieron abocados a una “conversión” religiosa, sino que poco a poco fueron atraídos por una idea de civilización inclusiva e integradora que facilitaría su incorporación a ese proyecto común que fue en realidad el Imperio Romano cuando éste se hizo realidad según el concepto que de él tenían sus fundadores, Julio César y su sobrino César Augusto.

La fulgurante entrada en la península de los ejércitos árabes y bereberes y la rápida imposición de su religión es evidente que contrastaba fuertemente con esa política integradora de Roma una vez ésta vence a Cartago definitivamente en suelo peninsular. También contrastaba el largo período de paz, estabilidad y prosperidad proporcionada por el Imperio romano con la inestabilidad casi permanente que existió en la España musulmana, provocada por el enfrentamiento con los reinos cristianos, que además se consideraban herederos de ese Imperio, que ellos vieron encarnado en el desaparecido Reino visigodo, al que quisieron revitalizar tomando como modelo el Sacro Imperio Romano de Carlomagno (siglo VIII-IX), hasta el punto de instituirse el título de “Emperadores de toda Hispania” para los reyes astur-leoneses y posteriormente castellanos, y que, según la voluntad de esos reyes, cobijaba dentro de sí tanto a cristianos como a musulmanes y judíos, lo cual evocaba esa idea de integración e incorporación del Imperio romano a la que antes nos referíamos.[2]

Continúa existiendo, pese al paso del tiempo, esa “romanidad” en el ser de los habitantes de Córdoba y su provincia, que comprende una parte importante de los dos “conventus” administrativos (de los cuatro en que se dividía la Bética), los que fueron denominados Cordubensis y Astigitanus, este último ocupando toda la Campiña y con la capital en Astigi, la actual Écija.




Fig. 1. Las tres provincias romanas de Hispania: Lusitania, Bética y Tarraconense (Hispania Citerior), con sus distintos conventus administrativos. Abajo la división de la provincia de la Bética en sus cuatro conventus: Hispalensis, Gaditanus, Cordubensis y Astigitanus

No es por casualidad que en casi todas los pueblos y ciudades de la provincia de Córdoba (en realidad de todas las provincias andaluzas), como por ejemplo Baena, Puente Genil, Cabra, Lucena, Priego, Montoro, etc., e incluso en los más pequeños (pienso por ejemplo en Cañete de las Torres, Santaella, Almedinilla o Zuheros, estos dos últimos en las estribaciones de la Sierra Subbética cordobesa), exista un museo arqueológico donde es notoria la presencia de la cultura romana (e incluimos en ella el período ya cristianizado del Imperio, y asimismo el legado del arte visigodo) por encima de cualquier otra, y esto, lejos de parecer un simple dato histórico, señala por el contrario algo mucho más profundo, a saber: que Roma selló un pacto indeleble con el alma de la Bética, receptora como en pocos lugares del Imperio de esa utopía que fue en realidad la “Pax romana”.[3]



Fig. 2. Almedinilla. Efebo romano. Museo Arqueológico.



Fig. 3. Almedinilla. Grupo escultórico de Perseo y Andrómeda. Museo Arqueológico.



Fig. 4. Zuheros. Busto con toga romana. Museo Arqueológico.



Fig. 5. Cañete de las Torres. Relieve íbero-romano. Museo Arqueológico.



Fig. 6. Priego de Córdoba. Bustos de damas romanas. Museo Arqueológico.



Fig. 7. Santaella. Busto griego.


No olvidemos que de la Bética surgieron nada menos que dos de los más grandes emperadores: Trajano y Adriano (nacidos ambos en Itálica, Santiponce, Sevilla).  El otro emperador de origen hispano, Teodosio I el Grande, nació en Cauca (Coca, Segovia) en el siglo IV, aunque también se ha hablado de Itálica. En cualquier caso todo esto evidencia el alto grado de romanización al que llegó la Bética y el resto de Hispania, no en vano llamada la “península de los romanos”.

Como hemos señalado, el cristianismo fue el sucesor de la civilización romana, heredando de ella fundamentalmente sus estructuras jurídico-políticas y una cierta concepción del mundo que giraba en torno a la filosofía estoica, cuyos mayores representantes fueron Cicerón y Séneca, este último nacido precisamente en Córdoba en el seno de una ilustre familia hispanorromana (de la gens Annea) a la que perteneció también el poeta Lucano (autor de La Farsalia, poema épico sobre la guerra entre César y Pompeyo) y otros escritores, oradores y cargos públicos romanos.


Fig. 8. Lucio Anneo Séneca


Fig. 9. Marco Anneo Lucano


En este sentido, y es algo a poner de relieve, el Cristianismo de los primeros siglos no se opuso frontalmente a la cosmovisión romana todavía con cierta vitalidad durante el periodo de decadencia del Bajo Imperio (siglos IV-V), sino que convivió con ella y se nutrió de ciertas ideas-fuerza divinas como la clementia, la providentia, la pietas, etc., conceptos estos que siempre formaron parte de la esencia constitutiva de Roma.


En el imaginario de los primeros cristianos de la Bética (y esto lo podríamos extender a muchas partes del Imperio) la figura del emperador romano estaba fuertemente arraigada, y ya hemos visto que esto tiene, en el caso de la Bética romana, raíces muy profundas que nos llevan a la mítica Tartesos y sus legendarios reyes de origen divino. En ese imaginario, Cristo sustituiría al emperador romano como el símbolo central de un nuevo imperio, el Cristiano, y por eso mismo la transición de uno a otro se hizo a través de una lenta ósmosis, teniendo en cuenta además que los propios Padres de la Iglesia que suministraron los fundamentos filosóficos y teológicos al cristianismo surgieron prácticamente todos del mundo clásico greco-romano, y algunos de ellos fuertemente influenciados por Platón y el neoplatonismo.



Fig. 10. Santaella. Crismón paleocristiano.


Fig. 11. Santaella. Disco solar paleocristiano.

Aunque aparentemente nos desviemos del tema que tratamos, reparemos en un dato importante que nos ayudará a entender lo que estamos diciendo: la penetración del primitivo cristianismo en el Imperio romano tuvo en el levante y mediodía peninsular una de sus vías principales. El primer Concilio, antes del de Nicea (el cual consagró definitivamente al cristianismo como la religión del Imperio), fue el de Iliberri (también conocido como Concilio de Elvira), al principio del siglo IV (305-306), situado posiblemente en lo que hoy es Granada (la romana Municipium Florentinun Iliberritanum), y más concretamente en uno de sus barrios más emblemáticos como es el Albaicín, donde ya existió anteriormente un antiguo poblado ibérico.
Numerosos ciudadanos romanos consideraban al dios cristiano como parte del panteón clásico, sin duda como un dios poderoso que ya había probado su fuerza bienhechora entre sus fieles y al cual se ofrecían los dones o que se veneraba con este fin, según las normas de la cultura religiosa hispano-romana. Nada es más significativo a este respecto que la cristianización de los flamines y de los sacerdotes paganos constatada en diversos cánones de Elvira (2-4, 55), lo que demuestra que las élites del paganismo no encontraron incompatibles o extrañas las creencias cristianas y que los dirigentes y los fieles cristianos no se sorprendieron de su conversión. (…) Pero si las creencias continuaban expresándose por las mismas vías y con los mismos objetivos de la piedad tradicional, el Cristianismo no se oponía a la cultura religiosa de Roma, sino que por el contrario él se integraba en ella como la respuesta más segura y entusiasta en siglos de profundos cambios políticos y sociales. De hecho, el paganismo se mantuvo vivo en múltiples manifestaciones espirituales del Cristianismo triunfante, lo cual, dicho sea de pasada, nos recuerda que los antiguos dioses no habían sido todavía definitivamente liquidados y que el pueblo romano no se sentía definitivamente abandonado por ellos.  (José F. Ubiña. Le concile d'Elvire et l'esprit du paganisme. In Dialogues d'histoire ancienne. Vol. 19 N°1, 1993. pp. 309-318).


Las distintas fuentes literarias nos hablan que fue la numerosa presencia cristiana en la Bética romana la causa principal de que se celebrara allí dicho Concilio, al que asistieron obispos y presbíteros de distintos lugares de Hispania, pero sobre todo de la Cartaginensis y la Bética. De entre esos obispos destaca el de Córdoba, Osio, el cual asistiría a otros dos Concilios importantes, el de Nicea (325) y el de Sárdica (343).


Padre de la Iglesia y consejero del emperador Constantino, Osio de Córdoba estuvo en varias ocasiones en la corte de este emperador en Milán, donde contactó con Calcidio, un neoplatónico cristiano perteneciente al círculo neoplatónico milanés, y a quien le encomendaría la traducción del Timeo de Platón al latín. Ese interés de Osio por Platón llama nuestra atención, e indica los intereses intelectuales de este obispo por la filosofía clásica y más concretamente platónica, lo que indica que ella no desapareció de Córdoba desde los tiempos del propio Séneca, y que había permanecido vivo un fervor, ciertamente estoico y discreto, hacia esa herencia, y que jamás llegaría a apagarse totalmente.


En consecuencia, podemos asegurar que Osio de Córdoba fue uno de los primeros platónicos cristianos dentro de la Hispania todavía romana. Calcidio le dedicó su traducción del Timeo, en uno de cuyos fragmentos leemos lo siguiente:
“Tú habías concebido en tu espíritu que florecía en todos los estudios humanísticos y en tu excelente ingenio la digna esperanza de acometer una obra no intentada hasta ahora y habías decidido tomar prestado su uso de los griegos por el Lacio. Y aunque tú mismo podías hacer esto de un modo tanto más fácil cuanto más conveniente, creo que, por tu admirable humildad, has preferido encomendarlo a quien tú considerabas tu otro yo”.[4]

El Timeo fue prácticamente el único libro de Platón que llegó a la Edad Media, y no podemos negar la clarividencia que tuvo a este respecto Osio, palabra de origen griego que entre otras acepciones quiere decir “Justo”.


Volviendo de nuevo a Ulia, en las actas del Concilio de Elvira aparece ella como una de las ciudades de la Bética que enviaron representantes al mismo, ciudades situadas en la vía que comunicaba Córdoba con Anticaria (Antequera) y Malaca (Málaga), es decir: Singilia Barba (cerca de Antequera), Igabrum (Cabra), Ipagrum (Aguilar de la Frontera), Ategua (Teba la Vieja) y la propia Ulia. En esas actas está posiblemente la última mención hecha sobre Ulia, y los cronistas árabes ya no mencionan a la ciudad como tal sino a un distrito agrícola denominado Ulyat Kammbaniya (Ulia de la Campiña), la zona donde la antigua ciudad ibero-romana existió durante siglos. (Continuará).


NOTAS
[1] Entre los reyes y jefes de los distintos reinos cristianos que iniciaron la Reconquista, lo que en un principio les impulsaría a ello no fue sino la recuperación del antiguo Reino visigodo.

[2] Esto marcaba también una diferencia cualitativa entre esos reinos cristianos de la Edad Media y los reinos musulmanes. En este sentido Américo Castro, en La Realidad Histórica de España, señala que en la tumba de Fernando III el Santo (el reconquistador de gran parte de Andalucía) sita en la catedral de Sevilla (donde también está la tumba de su hijo Alfonso X el Sabio, quien continuó la obra de su padre), hay cuatro lápidas en honor suyo escritas en las cuatro lenguas: la castellana, la latina (eclesial), la judía y la árabe, testimoniando así el hecho de que en su reinado se respetaban las distintas expresiones religiosas y culturales. Esa política fue seguida también durante un tiempo por Alfonso X el Sabio, quien recordemos fue pretendiente en firme a la sucesión del Sacro Imperio Romano-Germánico a la muerte de Federico II Hohenstaufen a mediados del siglo XIII.

[3] A lo largo de estas Rutas Simbólicas tendremos ocasión de hablar más extensamente de la Bética romana como una Utopía que se hizo realidad por momentos.

[4] Extraído de “Calcidio, traductor y comentarista del Timeo platónico”, de Cristóbal Macías Villalobos.